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Leer provoca. El descubrimiento del alfabeto, de Luigi Malerba.


Leer este bello cuento de Luigi Malerba concentró varias emociones en no más de 3 páginas, un cúmulo de ideas se agolparon en mi cabeza provocadas por experiencias tipográficas.
Quizás en este momento debería pedirles que lean y yo callar pero sin ánimo de influir en la lectura prefiero contarles que este relato reveló imágenes de docencia, del punto de vista y la curiosidad que provoca aprender, enseñar y aprender. Si, en ese orden.
Dudar, insistir, porfiar con lo establecido.
La maravilla de descubrir... la letra y que se vuelva herramienta para ser.

Ariel Marciano


El descubrimiento del alfabeto

Al atardecer Ambanelli dejaba de trabajar y se iba a casa a sentarse con el hijo del patrón porque quería aprender a leer y a escribir.
—Empecemos con el alfabeto —dijo el niño, que tenía once años.
—Empecemos con el alfabeto.
—La primera de todas es la A.
—A —dijo paciente Ambanelli.
—Luego viene la B.
—¿Y por qué primero una y luego otra? —preguntó Ambanelli.
Esto el hijo del patrón no lo sabía.
—Las han puesto en ese orden, pero usted puede usarlas como quiera.
—No entiendo por qué las han puesto en ese orden —dijo Ambanelli.
—Por comodidad —respondió el niño.
—Me gustaría saber quién se ha encargado de hacer este trabajo.
—Vienen así en el alfabeto.
—¿Quiere esto decir acaso —dijo Ambanelli— que la cosa cambia si yo digo que primero viene la B y luego la A?
—No —dijo el niño.
—Entonces sigamos adelante.
—Luego tenemos la C, que se puede pronunciar de dos maneras.
—Estas cosas las ha inventado alguien que no tenía nada que hacer.
El niño no sabía qué decir.
—Quiero aprender a poner mi firma —dijo Ambanelli, no me hace ninguna gracia tener que poner una cruz cuando tengo que firmar un papel.
El niño cogió el lapicero y un trozo de papel y escribió: “Ambanelli, Federico", luego mostró el papel al campesino.
 —Ésta es su firma.
—Entonces empecemos con mi firma desde el principio.
—La primera es la A —dijo el hijo del patrón, luego viene la M.
—¿Has visto? —dijo Ambanelli—, ahora empezamos a razonar.
—Luego la B y luego otra vez la A.
—¿Igual que la primera? —preguntó Ambanelli.
—Idéntica.
El niño escribía las letras de una en una y luego las recalcaba con el lápiz llevando con su mano la mano del campesino.
Ambanelli se quería saltar siempre la segunda A que a su juicio no servía para nada, pero un mes más tarde había aprendido a escribir su firma y por la noche la escribía sobre las cenizas del hogar para que no se olvidara.
Cuando vinieron los del acopio del grano le dieron a firmar el recibo, Ambanelli se pasó por la lengua la punta del lápiz tinta y escribió su nombre. La hoja era demasiado estrecha y su firma demasiado larga, pero a los del camión "Amban" les pareció suficiente, y puede que por eso desde entonces muchos empezaron a llamarle “Amban”, aunque poco tiempo después ya había aprendido a escribir más pequeña su firma y a ponerla por entero en los recibos del acopio.
El hijo de los patronos se hizo amigo del viejo y después del alfabeto escribieron juntos un montón de palabras, cortas y largas, bajas y altas, delgadas y gordas, tal como se las figuraba Ambanelli.
El viejo puso tanto entusiasmo que soñaba con ellas por la noche, palabras escritas en libros, en las paredes, en el cielo, grandes y resplandecientes como el universo estrellado. Algunas palabras le gustaban más que otras y hasta intentó enseñárselas a su mujer. Luego aprendió a juntarlas y un día escribió: “Consorcio Agrario Provincial de Parma”.
Ambanelli contaba las palabras que había aprendido como se cuentan los sacos de grano que salen de la trilladora y cuando llegó a aprenderse cien le pareció que había hecho un buen trabajo.
“Ahora creo que ya es suficiente para mi edad.”
Ambanelli se iba a buscar en los trozos viejos de periódico las palabras que conocía y cuando encontraba una se ponía contento como si hubiese encontrado un amigo.

La scoperta dell’ alfabeto, de Luigi Malerba. Italia 1963.





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